Es común abogar por una política de los trabajadores frente a una política patronal en todos los órdenes y circunstancias. En realidad esto existe siempre, como algo que la naturaleza misma de la sociedad de clases genera. El problema es determinar en qué consiste la política patronal para oponerle la política de los trabajadores que, por mayores que sean las urgencias, no puede reducirse a un mero reclamo de paliativos, mejoras, parches, obras pendientes, etc. Hace por lo menos 150 años que los reclamos han aplastado bajo el peso indiscutible de los requerimientos inmediatos la consideración de un cambio estructural, un cambio socialista revolucionario.
Justo a 10 años de la inundación de la ciudad de Santa Fe, se produce la de La Plata.
No quiere decir que entre las dos imperara la ausencia de episodios del mismo tipo. No. El agua arrasó desde Tartagal hasta San Antonio de Areco, entre otros lugares que son cientos.
En ambos casos hay similitudes tan similitudes que no puede repasarse lo ocurrido sin dejar constancia de ellas.
En primer lugar, y no es por ser truculentos -al estilo prensa amarilla puesta en cargar las tintas contra un Gobierno en particular- la cantidad de muertos es un misterio en ambos casos. Y si los mencionamos en primer lugar es porque en todo caso son de la población más expuesta, así algunos consideren erróneamente que vivir en casa de material es un privilegio.
En Santa Fe, un aceitado aparato de fuerzas de seguridad que sostenía al Gobernador Carlos Reuteman fuera del alcance de quien quisiera tocarlo, logró sacar rápidamente de escena a los muertos. Se llegó al extremo de ocultarlos en cámaras frigoríficas fuera de la Provincia, por ejemplo en la fronteriza Entre Ríos.
En La Plata, se combinaron los métodos producto de la experiencia, y así el famoso caso de las muertes traumáticas que imponían una investigación judicial se ocultaron en las morgues o en la rápida entrega a los familiares para que los sepultaran lejos de cualquier periodismo, que, como se sabe por casos tan terribles como Darío y Maxi o Mariano Ferreyra, no siempre obedece las consignas de silencio y ocultamiento y a veces por sincera conmoción, otras por descuido, dejan trascender los registros de lo que se creía oculto (recordar las fotos Fanccioti y el Cabo… o lo de C5N en el caso de Mariano). De hecho, últimamente, están más entrenados en la denuncia conveniente que en el ocultamiento. Y así son los despelotes que se arman…
Lo cierto es que en todos los casos lo que salta a relucir es que no se hicieron las obras que correspondían y que no se hicieron porque hacerlas significa un costo enorme para el Estado Capitalista, el cual está interesado en proveer a los negocios de los capitalistas y no a las condiciones de vida de los no capitalistas, o sea, los laburantes.
Hacer las obras necesarias pondría de manifiesto que el presupuesto debe corregirse, y donde dice “tantos kilómetros de asfalto para llegar de los negocios de Provincia a Buenos Aires Ciudad…” debe decirse “Tantos metros de canalización de tantos metros de hondo para evacuar tantos litros de agua por hora, etc.”. Pero esto no es negocio.
Si los capitalistas se pusieran en eso quedaría a las claras que las tierras que venden los desarrolladores (que así denominan ahora a los mercaderes de tierra urbana) son peligrosas y por lo tanto requieren de un resguardo para inundaciones y si eso se le pide al Estado, éste tiene otras prioridades, como por ejemplo, los distribuidores para entrar a puertos y otras cientos de obras que benefician a los grandes capitalistas.
Pero si no lo hacen y esto se sabe y se toma conciencia, la tierra que venden y está en peligro, las construcciones que hacen y están en
peligro, no valen lo que valen o no valen sencillamente. El negocio de la construcción (enorme por cierto en un país en que la carencia de techo es no terrible, sino horrible) se vendría abajo.
Obviamente que la irracionalidad sustancial a los grandes conglomerados es inocultable y más que eso, indisimulable. Pero están.
El proletariado está atado a esta irracionalidad porque se vive donde está el trabajo, o sea, donde están los medios de producción ajenos: hasta el lugar en que se ubiquen, hay que llevar la fuerza de trabajo.
Por cierto que, como el amontonamiento llega a ser inmenso y es imposible seguir con él, se han creado redes de transporte que trasladan desde cierta distancia a los trabajadores hasta el lugar donde son explotados. No hay otra. Ni hablar de las penurias que esto acarrea: trenes que masacran a los pasajeros frecuentemente, buses que son verdaderas latas de sardina (como los trenes) pero más costoso su boleto, horas de viaje de casa al trabajo y del trabajo a casa que nadie paga y demás placeres a los que el trabajador se va acostumbrando para ir desde su dormitorio al laburo.
Por supuesto que la distancia entre la residencia y el trabajo no puede violar la relación entre costo y beneficio, es decir, que si el salario se va en pasajes no se puede trabajar viniendo de tan lejos. Pero también que llegue en relativa condición para trabajar.
El desarrollo capitalista no ha mejorado en nada la situación de las clases laboriosas, sino que ha agigantado las terribles condiciones desde su inicio hasta hoy. Y dentro del sistema no existe otra alternativa.
En este marco, el Estado capitalista ha elaborado un repertorio de bondades por las cuales son conocidas las ciudades. Su progreso, pujanza, belleza…hasta desembocar en imbecilidades tales como ciudades sustentables, amigables con el medio ambiente, etc.
Con esas acreditaciones en las manos vienen los burgueses mercaderes de tierra urbana y venden a precios fabulosos lo que por sus condiciones no valía nada. Terrenos sobre capas y capas de desechos tóxicos a los cuales les pasan una mano de gramilla encima como si fuera pinturita y por supuesto, inundables con toda seguridad.
El Estado capitalista, inmutable: es que ha hecho su labor de blanqueo. Ha sentenciado que eso es crecimiento y progreso.
Claro está que hay mucho más para decir y fundamentar esta vista realista de las cosas, pero no hay que perderse en consideraciones que distraigan del hecho de que los trabajadores viven en lugares de mierda y en construcciones peores aún, y eso aunque les parezca una belleza lo que poseen y un alivio enorme tener un techo encima. Y claro que sí: entre la intemperie y un reparo hay una parva de diferencias, pero convengamos que cada vez más se está lejos de la vivienda digna que proclaman los burgueses hasta en la Constitución.
Y esto también se registra en los planes estatales, porque la vivienda digna está a millones de milímetros de distancia (y lo ponemos así para crear efecto, no lo negamos) de lo que andan construyendo. Las dimensiones de lo techado hace pensar en que las llamadas habitaciones son en realidad habitáculos y la calidad de la construcción es por lo menos deplorable.
El consuelo del pobre que va a vivir allí es el respiro entre la desesperación de la intemperie y el poder acostarse a la noche después de yugar cada vez más horas bajo un techo. Condiciones de mera subsistencia, en que el agregado de un alero de media sombra es una mejora festejable, coinciden con una reducción de la capacidad crítica de la propia situación y de la situación en general.
EL VALOR AGREGADO DE LO CULTURAL, PAISAJÍSTICO Y TURÍSTICO
Con el mismo criterio con que la pobreza de un barrio hecho de latas y tablas apiladas como en tantas partes del planeta, sobre estructuras de madera y permanentemente expuestas a un incendio inminente; de profuso colorido producto de las distintas pinturas de barcos robadas por los trabajadores para evitar la corrosión de esas chapas (que originariamente no eran siquiera galvanizadas, sino permanentemente herrumbradas), con ese criterio decimos, con que a tal grado de miseria hacinada en conventillos de latón colorinche lo han convertido en algo pintoresco, el capitalismo califica toda la urbanidad miserable. Llámense favela como en Brasil, poblaciones como en Chile, villa miseria como en Argentina, cantegriles como en Uruguay, pueblos jóvenes como Perú, tugurios como en Costa Rica…
Por supuesto que estamos hablando de la Boca, la que diariamente es visitada por nacionales y extranjeros que admiran ese pintoresquismo y creen que los colores de la calle Caminito es el de un barrio en el cual, por lo contrario, las oscuras tonalidades de la pintura de barco imponen una pesadumbre realista que el pintor Quinquela Martin retrató en los mismos tonos, aunque se le ocurriera inventar luego la mismísima calle imponiéndole la viveza de los colores que luce, contracara feliz en brillo del resto del barrio y que ninguno de sus cuadros pudo plasmar, simplemente porque no era así y el pintor era realista en última instancia.
Tanto como se admira el pintoresquismo de Humahuaca, considerado uno de los lugares más miserables del mundo(60% de pobres); o las casuchas de madera de los mensús de la selva misionera que mueren cultivando o cosechando tabaco y yerba, aunque cínicamente mientan que se ha extinguido el trabajo esclavo. Y citamos esto porque esa negación de la miseria que crean los capitalistas está en todo territorio, no sólo en las ciudades grandes.
Es cierto que hubo gran cantidad de barrios obreros construidos por empresas siguiendo el lucrativo ejemplo de las empresas madres de Europa. Allá habían descubierto que hacerlas también constituía un negocio. Por un lado, el ejército de mano de obra dependiente del mando capitalista quedaba fijado al terreno. Por otra parte, pagaba por su propia disponibilidad a la mano del patrón sumas muy superiores al costo de construcción, en lo que en realidad constituyó lo que hoy llamamos un magnífico negocio inmobiliario.
Paulatinamente, y en Argentina esto se vio con nitidez en las construcciones de casas propias durante el Gobierno peronista (lo evidencia una formidable propaganda hecha por el mismo) el Estado comenzó a reemplazar al patrón particular, oficio necesario porque la tendencia de las empresas a desprenderse de gestiones que no fueran el propio quehacer de la rama hizo que en un período de intensa proletarización en este país, como los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, alguien debía cumplir la misión. Esto no quiere decir que escaparan a las reglas del negocio privado de la construcción: tantas empresas como hoy (más allá de los ribetes escandalosos de los Sueños Compartidos de Shocklender y Bonafini) embolsaron millones a través de los planes.
El caso es que si de esta manera obraron desde siglos las patronales y Estado patronal, lucrando con las necesidades de aquellos a quienes decían beneficiar, no se encuentra razón para que -postergando el lucro- se hagan cargo de enormes gastos cuando sobreviene una catástrofe como las inundaciones. Siendo los capitalistas los que crearon todas las condiciones para que una simple inundación sea una catástrofe, es evidente que no es de su voluntad hacerse cargo de los gastos en reparar el daño causado. La sola idea de tener que soportarlos los aterra y eso se patentiza claramente en la Ley de ART: pagar cuanto menos se pueda, cuanto más tarde y si es posible, no pagar. Ni del propio bolsillo individual, ni de las arcas comunes de su Estado, piensan en efectuar gastos.
Y lo claro se ve en la reacción del Estado ante el desastre que produjeron en La Plata: al mejor estilo Plan Marshall, o de Reconstrucción de Irak, por todo lo que destruyeron ahora van con créditos. Es el colmo de la miseria humana, pero nadie dijo que los burgueses sean un dechado de virtudes de ese orden.
Así que no podemos sino concluir, ante tantas y repetidas constancias de un proceder en el mismo sentido, que las inundaciones son una política de Estado. Inamovible e incuestionada en asuntos de fondo. A lo más, alguna que otra crítica sobre gestión, hecha en general por quienes piensan beneficiarse electoralmente.
Tampoco podemos sino concluir que una política de los trabajadores no puede constituirse bajo el imperio de las necesidades creadas por el mismo sistema y que acogotan a los trabajadores. Los paliativos, la solidaridad ante la desgracia acarreada por el sistema, están bien, a condición de que no cerremos en eso el programa político ni conformemos a nuestros hermanos hasta la próxima que sin duda llegará.
Esto es convertir la desesperación en programa, y el programa de la desesperación no tiende a nada superior, es decir, a cambiar de raíz las pérfidas estructuras que imponen catástrofes tras catástrofes. La elemental solidaridad es un imperativo de clase para la protección de nuestro ejército de clase, al que debemos dotar de puntos de vista cada vez más alto, que permitan ver la Revolución como única y definitiva solución a todos los problemas hoy existentes. Incluso, apoyándonos en los hechos concretos como los de La Plata, porque la desgracia no es simple fatalidad, sino el resultado previsible y querido por las clases dominantes.